Texto por: Aura Maria Gallego
No tiene sentido hablar de “Las luces de esta ciudad” porque es una de las ciudades más oscuras que conozco, “las luces de esta ciudad” no son mas que hileras largas de bombillos blancos en una veinteava parte, mientras que el resto se colma de unas luces diminutas que titilan sin cesar, casi parecen implorar que las apaguen antes de que estallen. Es una ciudad que se apaga tan rápido como se enciende, y en la que el horror de la muerte eriza tanto la piel como el clamor del progreso.
Esta ciudad es tan oscura que sin importar el grado de miopía, uno ve más siluetas que personas, algunas de ellas vienen acompañadas con una prosa sensual y plástica, con movimientos de cabello en Slow Motion, la cabeza de medio lado y bocas semi abiertas, siluetas estáticas que te hacen dudar si les hurtaron el cerebro, que te miran tan superficialmente que optas por ignorar los destellos de sus blusas y las dejas como lo que son, siluetas. Y en el otro extremo uno encuentra siluetas que por accidente se salen de lo que son, que adoptan un arrebato de entusiasmo, que se te acercan tanto que iluminan y enceguecen, que sin importar la prosa, dejan de ser siluetas, y se convierten en personas con sabor a dulce y otras con sabor a sal.
Las primeras, las dulces, son las que amo por muchas razones, no es el sabor, ni la sensación de felicidad que te dejan en el alma, es sobretodo por la adrenalina que te generan, por que sus componentes te suben el ánimo y lo más importante son personas que te obligan a permanecer con los ojos abiertos, te mantienen alerta, te encienden las venas de las muñecas y de los ojos. Las segundas, por el contrario, son como una cucharada de sal en la boca, son personas que te obligan a cerrar los ojos y los puños, que te enferman, esas personas que quisiéramos nunca hubieran salido de su episodio de siluetas, que deseamos nunca haber conocido, pero son esas que deambulan todo el tiempo en dosis pequeñas, sin importar la hora del día.
Así, en la oscuridad de esta ciudad, ella conoció una silueta que se trasformó en dulce, pero no en cualquier dulce de los que ofrecen a manera de promoción en los buses, este era un dulce de genovesa, un dulce que explotó centenares de pupilas, que le activó el gusto por las calles de la ciudad, que le puso un farol en cada esquina, que le enseño a caminar despacio y a no huir de otras siluetas. Que contra lo que se pudiera pensar a veces, la hizo mucho más fuerte. En el día, con el amor disfrazado de dulce, el solecito los derretía y engomaban de dulzura las calles, las siluetas y las personas, pero cuando caía la noche se empalagaban y ambos necesitaban algo de sal. En una ocasión, a ella le dolió tanto la cabeza, se enfermó tanto, le temblaron tanto las manos, que abandono el dulce, lo abandono para siempre y se hundió en multitudes de personas de sal, se contaminó de engaño y de la necesidad esencial de su cuerpo de odiar todo lo que fuera dulce. No es posible saber quien tiene la culpa: puede ser él por persistir en un amor empalagoso y sin futuro, o ella por condimentar con tantas sales el espíritu de él.
Así era ella, una silueta, una persona que no sabía a nada y que se convirtió en sal. Porque, ¿quién no le teme a una persona de sal?